Hemos leído muchas veces que la educación es uno de los sectores que menos ha evolucionado en los últimos siglos. Pupitres agrupados frente a una pizarra, lecciones magistrales, clases agrupadas por edades, exámenes estandarizados, etc. En unos pocos centros educativos se dedica mucha energía y recursos a la transformación de esta realidad, pero la inercia y la complejidad de la gestión del cambio hace que, en la mayoría de los casos, esta descripción se ajuste bastante a lo que se vive en las aulas.
Mientras tanto, parece que “el resto del mundo” va a otra velocidad. Hoy en día es posible luchar contra enfermedades en tiempo récord, mejorar la calidad de un vino sin estar a merced de las condiciones meteorológicas, resolver un caso policiaco que en otras épocas habría quedado archivado o mejorar el rendimiento de deportistas más allá de lo que nunca hubiéramos pensado.
¿Podemos aprender del “resto del mundo” para llevar la educación a primera división?
Fijémonos en el médico, el enólogo, el detective y el entrenador, las cuatro profesiones que he tomado como ejemplo. ¿Qué hace que estos profesionales sean capaces de hacer hoy algo que era complejo hace 50 años, y todavía más difícil hace 100 años?
La esperanza de vida en los últimos 50 años se ha incrementado aproximadamente en 20 años, una espectacular mejora fruto, en gran medida, de la transformación en el sector sanitario. En el pasado, el médico observaba los signos y síntomas del paciente y basado en su experiencia, procedía a dictaminar el tratamiento a seguir, a veces con éxito y otras veces con menos suerte. Con el tiempo, aparecieron herramientas que permitieron a los médicos ir más en profundidad y observar o medir datos del paciente a niveles no percibibles por nuestros ojos o sentidos: fonendoscopio, rayos X, analíticas, escáneres, etc. En paralelo, también aparecieron formas de diseminar los aprendizajes entre los diferentes profesionales (bases de datos, congresos, publicaciones, etc.) y así poder avanzar en el conocimiento y en las prácticas de una forma más rápida.
Sólo podremos llevar la educación a primera división si somos capaces de evolucionar de un modelo educativo basado en la intuición y la experiencia personal, a otro basado en la evidencia y la colaboración.
Poder observar lo que hasta el momento no era visible y establecer mecanismos para compartir aprendizajes, fueron clave para pasar de una medicina basada en la intuición y la experiencia personal, a una medicina basada en las evidencias y la colaboración. Antes, el médico veía la punta del iceberg y con ello tenía que inferir lo que había debajo del agua. Ahora, tiene medios para saber lo que hay y poder actuar sobre ello, a veces incluso de forma proactiva, lo que ofrece la posibilidad de anticipación.
Algo similar ha sucedido con el enólogo, el detective y el entrenador. Cada vez disponen de más herramientas que les permiten entender y analizar lo que antes no se veía, y a la vez, de mecanismos para difundir sus avances. En la transformación de estas profesiones, también se ha pasado de trabajar basándose en la intuición y la experiencia personal, a hacerlo a través de la evidencia y la colaboración.
¿Y en la educación? ¿Es la evaluación formativa o sumativa una herramienta que deja ver “debajo del agua”? ¿Con qué otras herramientas contamos para poder entender los procesos de enseñanza y aprendizaje con la granularidad necesaria y así poder tomar las decisiones correctas? ¿Creemos que en el rol del profesor está incluido el ayudar a mejorar al alumno basándose en lo que no se ve a simple vista? Y si no lo está, ¿quién tendría que desempeñar este papel?
Es evidente que ha habido cambios en el mundo educativo durante los últimos siglos y los seguirá habiendo. No es un sector estanco que vive a espaldas de lo que sucede a su alrededor. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos realizados por parte de muchos profesionales, tenemos que admitir que la velocidad de transformación es menor que en otros sectores y que la difusión de las mejores prácticas adolece de mecanismos adecuados para que se realice de forma efectiva.
Sólo podremos llevar la educación a primera división si somos capaces de evolucionar de un modelo educativo basado en la intuición y la experiencia personal, a otro basado en la evidencia y la colaboración. Reducir las ratios profesor-alumno ayudaría a corto plazo, porque nos permitiría estar más cerca de los alumnos, entender mejor sus procesos de aprendizaje y poder ajustar los métodos de enseñanza. Pero no lo es todo, ya que sería comparable a haber asignado pocos pacientes a un médico y haber seguido practicando la medicina de la intuición. Una solución temporal, pero insostenible a largo plazo.
Entonces, ¿qué podemos hacer?
Aunque para que esta transición sea efectiva, se necesita un plan estratégico a nivel de colegio, comunidad o país, y no sólo depende de lo que hagamos cada uno de nosotros individualmente, cualquier esfuerzo encaminado a identificar y compartir los rasgos y fortalezas de nuestros alumnos, a hacerles practicar las habilidades transversales de forma explícita y a reflexionar para que se conozcan mejor, nos situará directamente “debajo del agua”, imprimirá otra dinámica a nuestras clases y permitirá entablar otro tipo de diálogo con ellos y sus familias.